Era estupendo quemar
Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos
ennegrecidos y cambiados.
Con la punta de bronce del soplete en sus
puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de
un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las
llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia.
Con su casco
simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre
su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante
el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa
quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros.
El hombre avanzó entre un
enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los
libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín
de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos
incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.
Montag mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado cualquier hombre burlado y rechazado por las llamas.
Sabía que, cuando regresase al cuartel de bomberos, se miraría pestañeando en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta, tiznado
con corcho ahumado. Luego, al irse a dormir, sentiría la fiera sonrisa
retenida aún en la oscuridad por sus músculos faciales.
Esa sonrisa
nunca desaparecía, nunca había desaparecido hasta donde él podía recordar.
Colgó su casco negro y lo limpió, dejó con cuidado su chaqueta a
prueba de llamas; se duchó generosamente y, luego, silbando, con las manos en los bolsillos, atravesó la planta superior del cuartel de bomberos y se deslizó por el agujero.
En el último momento, cuando el desastre parecía seguro, sacó las manos de los bolsillos y cortó su caída
aferrándose a la barra dorada. Se deslizó hasta detenerse, con los tacones a un par de centímetros del piso de cemento de la planta baja.
Salió del cuartel de bomberos y echó a andar por la calle en dirección
al «Metro» donde el silencioso tren, propulsado por aire, se deslizaba
por su conducto lubrificado bajo tierra y lo soltaba con un gran ¡puf! de
aire caliente en la escalera mecánica que lo subía hasta el suburbio.
Silbando, Montag dejó que la escalera le llevara hasta el exterior, en el
tranquilo aire de la medianoche, Anduvo hacia la esquina, sin pensar en
nada en particular. Antes de alcanzarla, sin embargo, aminoró el paso
como si de la nada hubiese surgido un viento, como si alguien hubiese
pronunciado su nombre.
En las últimas noches, había tenido sensaciones inciertas respecto a la
acera que quedaba al otro lado de aquella esquina, moviéndose a la luz
de las estrellas hacia su casa. Le había parecido que, un momento antes
de doblarla, allí había habido alguien. El aire parecía lleno de un sosiego
especial, como si alguien hubiese aguardado allí, silenciosamente, y sólo
un momento antes de llegar a él se había limitado a confundirse en una
sombra para dejarle pasar.
Quizá su olfato detectase débil perfume, tal
vez la piel del dorso de sus manos y de su rostro sintiese la elevación de
temperatura en aquel punto concreto donde la presencia de una persona
podía haber elevado por un instante, en diez grados, la temperatura de
la atmósfera inmediata.
No había modo de entenderlo. Cada vez que
doblaba la esquina, sólo veía la acera blanca, pulida, con tal vez, una
noche, alguien desapareciendo rápidamente al otro lado de un jardín
antes de que él pudiera enfocarlo con la mirada o hablar.
Pero esa noche, Montag aminoró el paso casi hasta detenerse. Su subconsciente, adelantándosele a doblar la esquina, había oído un debilísimo susurro. ¿De respiración? ¿O era la atmósfera, comprimida únicamente por alguien que estuviese allí muy quieto, esperando?
Montag dobló la esquina.