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Desde el mes de julio del segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente,
Tsukuru Tazaki vivió pensando en morir.
Entretanto, cumplió veinte años, pero esa
muesca en el tiempo no significó nada para él.
Durante esos meses, la idea de acabar
con su vida le parecía de lo más natural y legítima. Todavía ahora, mucho tiempo
después, ignoraba la razón por la que no había dado ese último paso, a pesar de que,
en aquel entonces, franquear el umbral que separaba la vida de la muerte le habría
resultado más fácil que tragarse un huevo crudo.
Si Tsukuru no llegó a consumar el suicidio fue quizá porque su fijación con la
muerte era tan pura e intensa que el modo en que podría suicidarse no se asociaba en
su mente a una imagen concreta.
En su caso, la concreción era más bien un aspecto
secundario. De haber tenido a su alcance una puerta que condujese a la muerte, la
habría abierto sin titubear, sin pensárselo dos veces, como una prolongación de su día
a día, por así decirlo. Pero, por fortuna o por desgracia, no encontró a mano esa
puerta.
Ahora, Tsukuru Tazaki se decía a menudo que tal vez hubiera sido mejor haber
muerto entonces.
Así, este mundo habría dejado de existir. La idea le seducía: este
mundo no existiría y lo que él tenía por realidad ya no sería real. Del mismo modo
que para este mundo él ya no existiría, el mundo tampoco existiría para él.
Y sin embargo, al mismo tiempo, no comprendía por qué, en aquella época, había
estado tan cerca de la muerte. Y aunque hubiera habido una razón concreta, ¿cómo
era posible que ese anhelo por morir hubiese adquirido tanta fuerza como para
adueñarse de él y engullirlo? Engullirlo, sí, ésa era la palabra.
Al igual que el
personaje bíblico que sobrevivió en el vientre de una ballena gigante, Tsukuru cayó
en las entrañas de la muerte y pasó aquellos días interminables en una oscura y turbia
cavidad.
Durante meses vivió como un sonámbulo, como un cadáver que todavía no se ha
percatado de que está muerto.
Cuando el sol se levantaba, abría los ojos, se cepillaba
los dientes, se vestía con lo primero que encontraba, subía al tren, iba a la universidad
y tomaba apuntes en clase.
Simplemente se movía en función del horario que tuviera
que cumplir, como quien se agarra a una farola ante la acometida de un vendaval.
No
hablaba con nadie salvo que fuera necesario y, una vez de vuelta en su apartamento,
apoyado contra la pared de su dormitorio, reflexionaba sobre la muerte, sobre lo que
significaba no estar vivo.
Entonces ante él abría sus fauces un abismo sombrío que
comunicaba directamente con el corazón del infierno.
Allí, en lo más hondo, se
divisaba un vacío que giraba en espiral, convertido en nube sólida, y se oía un
profundo silencio que oprimía los tímpanos.
Cuando no pensaba en la muerte, no pensaba absolutamente en nada.
Eso no le resultaba complicado.
No leía la prensa, no escuchaba música, ni siquiera tenía
apetito sexual.
Lo que ocurriera en el mundo no le importaba lo más mínimo.
Si se
cansaba de estar encerrado en su apartamento, salía y paseaba sin rumbo fijo por el
barrio.
O iba hasta la estación y, sentado en un banco, pasaba horas contemplando el
ir y venir de los trenes.
Todas las mañanas se duchaba y se lavaba cuidadosamente el pelo, y dos veces
por semana hacía la colada.
La limpieza era uno de los pilares a los que se aferraba.
Colada, baño y cepillado de dientes.
En cambio, no se preocupaba demasiado por la
alimentación.
A mediodía almorzaba en el comedor de la universidad, pero, por lo
demás, descuidaba su alimentación.
Cuando le entraba hambre, compraba manzanas
o alguna hortaliza en el supermercado del barrio y las mordisqueaba.
Otras veces
comía pan de molde a palo seco y bebía leche directamente del envase de cartón.
Al
llegar la hora de dormir, se tomaba una copita de whisky, igual que si fuera un
medicamento.
Como, afortunadamente, tenía poco aguante, esos dedos de whisky
bastaban para que en poco tiempo lo invadiera el sopor.
En aquella época nunca
soñaba.
Y si lo hacía, los sueños, no bien asomaban, resbalaban por la pendiente
escurridiza de su mente, sin nada a lo que sujetarse, hasta una zona completamente
vacía.
La razón por la que la muerte atrajo hacia sí con tanta fuerza a Tsukuru Tazaki
estaba clara: un buen día, sus cuatro mejores amigos, con los que tantas cosas había
compartido, le comunicaron que no querían volver a verlo, y tampoco hablar con él.
Lo hicieron de modo repentino y rotundo, sin concesiones.
No le dieron explicación
alguna sobre el motivo de aquella cruel decisión. Y Tsukuru no se atrevió a preguntar.
Los cinco eran amigos del instituto, pero Tsukuru se había marchado de casa para
ir a estudiar a una universidad de Tokio, de modo que creyó que ser desterrado del
grupo no iba a suponerle un suplicio diario.
No pasaría un mal rato cada vez que se
los encontrara por la calle.
Sin embargo, la realidad fue muy distinta.
Al estar lejos de
ellos, el dolor que sentía se agravó, se tornó más lacerante. La soledad y la alienación
se convirtieron en un cable de cientos de kilómetros de longitud tensado por un
enorme cabrestante.
Y, a través de aquella línea tirante, día y noche le llegaban
mensajes difíciles de descifrar. El ruido que hacían variaba de intensidad y taladraba
sus oídos a intervalos, como un viento que sopla a ráfagas entre los árboles.
Los cinco iban a la misma clase de un instituto público situado a las afueras de la
ciudad de Nagoya.
Eran tres chicos y dos chicas. Trabaron amistad durante el verano
del primer año, en un programa de voluntariado, y a partir de ese momento, aunque
al pasar de curso acabaran en distintas clases, formaron una pandilla inseparable.
El programa formaba parte de las tareas de verano de la asignatura de educación cívica,
pero el grupo decidió seguir colaborando una vez acabado el programa.
Desde ese
momento, aparte de dedicarse a las actividades de voluntariado, los días festivos se
juntaban para practicar senderismo, jugar al tenis o ir a nadar a la cercana península
de Chita, y a veces se reunían en casa de uno de los cinco para preparar el examen de
acceso a la universidad.
Pero la mayoría de las veces quedaban en cualquier parte y
charlaban largo y tendido. No elegían una cuestión determinada y se ponían a hablar
sobre ella, sino que, sin proponérselo, siempre surgían nuevos temas de conversación.
Los cinco coincidieron por casualidad en esas actividades de voluntariado.
Una
de las opciones consistía en dar clases de refuerzo a niños de primaria que no eran
capaces de seguir el ritmo de la clase (muchos de ellos eran absentistas).
De un aula
de treinta y cinco alumnos, ellos cinco fueron los únicos que eligieron ese programa,
que se desarrollaba en un centro educativo católico.
Pasaron tres días en el
campamento de verano del centro, situado en las afueras de Nagoya, e hicieron
buenas migas con los niños.